Olich Von Kirsten se acercó hasta la barandilla y miró largamente la ciudad que no conocía. Ahora que todos estaban muertos, esta anónima conjunción de edificios le era tan propia como cualquier otra, tan ajena como todas. Pensó, en su idioma, que ser el último hombre representaba una especie de éxito, pero después se dio cuenta de que el éxito es una medida social que empieza a tener sentido cuando hay dos personas en el mundo. Calculó, a ojo y sin fundamentos, cuánto tiempo le llevaría volverse loco. Pero “locura”, al igual que “éxito”, le resultó un envase vacío, algo que nombra nada.
Entró de nuevo al departamento y saludó con su sombrero a la pareja de viejos que dormían muertos y desnudos, con la sabana a la altura de las rodillas por el calor. Aun no despedían aquel tufo dulzón que tienen los velorios, pero el azul pálido de la piel los delataba, y desmentía la aparente vida que el ventilador prendido le confería a la escena.
Al bajar las escaleras, Olich casi tropezó con un juguete olvidado. La posibilidad de que el ultimo hombre en morir lo hiciera de una manera tan descabellada y torpe lo detuvo algunos minutos en el descano entre dos pisos, riendo mares y llorando a carcajadas.
-¡Olich!- gritó Olich –¡Olich!-Repitió. Y tenía razón.
Entró de nuevo al departamento y saludó con su sombrero a la pareja de viejos que dormían muertos y desnudos, con la sabana a la altura de las rodillas por el calor. Aun no despedían aquel tufo dulzón que tienen los velorios, pero el azul pálido de la piel los delataba, y desmentía la aparente vida que el ventilador prendido le confería a la escena.
Al bajar las escaleras, Olich casi tropezó con un juguete olvidado. La posibilidad de que el ultimo hombre en morir lo hiciera de una manera tan descabellada y torpe lo detuvo algunos minutos en el descano entre dos pisos, riendo mares y llorando a carcajadas.
-¡Olich!- gritó Olich –¡Olich!-Repitió. Y tenía razón.