martes, enero 27, 2009

El andén

La escena ocurre en una estación de tren abandonada en el interior del país. Las vías se extienden apenas unos metros más allá del andén y después no hay nada. El resto ha sido saqueado hace años y vendido como chatarra. Si este pequeño tramo permanece intacto, es únicamente para que esta historia pueda volver a ocurrir.

Unos pasos se acercan desde el desierto. A esos pasos les van creciendo lentamente botas de cuero, que se fabrican con el polvo que absorben en su caminar, como si la cercanía del andén le diera a la nada la forma de un hombre que carga en brazos una mujer muerta. Viene caminando por donde solía estar la vía, y en un momento tiene que moverse a un lado para dejar pasar un tren que sólo se escucha.

En el andén lo espera un hombre, cruzado de brazos para que no lo vean temblar. No teme morir, sino matar, sus hijos están entre la pequeña multitud que espera el duelo. Nota con horror que aún tiene el estetoscopio colgado del cuello. Se lo saca y lo esconde en el bolsillo; el que se acerca lo tomaría como un insulto. Alguien le tira un cuchillo a los pies, pero el cuchillo queda en el piso.

En el andén vacío, el viento empuja una lata sobre la plataforma y la deja balanceandose en el borde. A pocos metros, el hombre apoya a la mujer en un banco que ya no está y avanza hacia la otra punta, dejando a la mujer en el aire.

“Vos no la curaste”, sale el odio entre los dientes.
“¿Qué quería que hiciera? Yo no tengo los instrumentos”
“Levantá ese cuchillo”

Mientras el médico duda en silencio, una pareja joven entra al andén por el arco del centro. Ella tiene puesto el buzo de él, y van de la mano, hablando casi en susurros. Pasan entre los dos hombres enfrentados, él le dice algo al oído y ella ríe volcando la cabeza hacia atrás. Como respondiendo a la carcajada, un chico de doce años sale de entre los observadores, se agacha para levantar el cuchillo y ataca. El doctor no llega a detenerlo y el puñal del otro le entra al chico en el cuello.

La pareja llega a la punta del andén y ella patea la lata, que rebota un par de veces y se detiene cerca de donde se terminan las vías. El médico llora con la cara apoyada en la cabeza de su hijo, mientras intenta detener la sangre. “Estamos a mano”, dice el otro mientras camina de nuevo hacia el banco. Después la mujer se eleva y se va, flotando a paso de hombre, hacia el desierto.

lunes, enero 26, 2009

Este título está mal

Ahora que empiezo a escribir, me arrepiento un poco de haber puesto de título “Este título está mal”. Por un lado me divierte la autoconciencia del asunto, pero por otro me parece que se queda en eso, se estanca en un juego pueril. Tal vez debiera decir “El título equivocado”, titulo a todas luces más universal, y también más ambiguamente autocrítico, cosa que me hace bien a nivel personal.


No obstante, una relectura de lo escrito hasta ahora parece indicar que el rótulo es el correcto. Si bien “El título equivocado” en una primera instancia parece mejor, el primer párrafo no es más que una crítica tibia y desarticulada del mismo, lo cual sugiere que el título en última instancia está bien, siendo que describe fielmente lo que sigue inmediatamente.


¡Maldición! ¡Maldita costumbre de releer lo escrito! El segundo párrafo, al reafirmar el título, lo niega, porque el título ya se negaba a si mismo, y negar lo que ya se niega a sí mismo es, de alguna manera, validarlo. Estúpida doble negación.... ¡Ese debiera ser el título!: “Estúpida doble negación”.

lunes, enero 05, 2009

El hombre que pensaba dos cosas a la vez

Conocí a un hombre que podía pensar dos cosas al mismo tiempo. Se compró un cassette con clases de alemán y uno con clases de chino, y se sentaba con un walkman en cada mano y un audífono de distinto color en cada oreja. Y cada día hablaba mejor.

Una vez pensó una cosa justo en el momento en que estaba pensando eso mismo, y por la columna le subió un cosquilleo eléctrico muy agradable. Otra vez pensó al mismo tiempo dos cosas opuestas y por unos segundos se quedó estupefacto, pensando en nada, que en su caso eran dos nadas o una nada partida a la mitad.

Era un jugador de ajedrez aceptable cuanto mucho, pero se jactaba de ser el único que podía jugar partidas simultáneas. Decía que los demás jugaban partidas individuales alternadamente.

Sin ser muy amigos, disfrutábamos mucho hablando de los más diversos temas. Recuerdo un día en particular en que lo visité y tuvimos un diálogo particularmente interesante. Como era su costumbre, leyó un libro durante toda la conversación. Creo que “La importancia de ser Franco”, de Oscar Wilde. Como dije, esta actitud no era extraña en él, pero aquel día ocurrió algo que me permitió acceder, siquiera un poco, al mecanismo de su mente.

Recuerdo que hablábamos sobre el hipocausto, el ingenioso sistema de calefacción que utilizaban los romanos. Cada vez más entusiasmado con la conversación, empezó a hablar a toda velocidad y a un volumen cada vez más alto. Pero en un momento se detuvo en la mitad de una palabra, levantó la mirada del libro y dijo en una voz clara y cargada por una risa contenida, disculpen que interrumpa, quiero leerle un pasaje, creo que es lo más gracioso que he leído en mi vida. Sorprendido, miré en torno y confirmé que no había nadie más que nosotros.

Después leyó el pasaje en voz alta, pero no pude escucharlo. Sólo podía pensar en una cosa. Se había interrumpido a sí mismo para comentarme algo del libro y nos pedía disculpas a los dos, como si él también fuera otra persona. Como si tuviera dos mentes individuales, independientes una de la otra. Quizás una hablaba alemán y la otra chino. Quizás tenían distintas personalidades y distintos gustos. Pero no, no podía ser así, había dicho que quería leerme un pasaje, lo cual dejaba entender que no tenía necesidad de leérselo a sí mismo. Era como si dos personas idénticas convivieran en un cerebro, compartiendo la información que juntaban por separado.