Liz,
No siento culpa y se que no va a haber castigo. Aunque tal vez mi castigo sea no sentir culpa. No sentir hambre, no desear nada, no dormir. Ahora todos los minutos del día duran lo mismo, el tiempo ya no se estira y se acorta dependiendo de mi ánimo: estoy viviendo en tiempo real.
Que tentación decir “ya nada importa”, pero si eso fuera cierto, no estaría escribiéndote. Así que supongo que algo importa. Puede que sea una forma de auto sabotaje, escribir una confesión con el secreto anhelo de que caiga en malas manos.
A Juan lo maté yo. En un solo acto, mate al hijo del gobernador y mi única esperanza de ser feliz. Fue mi aporte a la campaña de Uriarte: en año de elecciones no conviene tener un hijo puto que anda haciendo mariconadas con un hombre veinte años mayor.
Y no me vienen a buscar. Ni una sirena ni nada. Fue un accidente. Te juro, lo leí en el diario.
Hace cinco minutos que me estoy riendo imaginándome las caras que estarás poniendo mientras lees esto. ¿Viste que al final si queda algo de mi? ¡Me estoy riendo! Al parecer mi adelanté a los hechos. Yo que creía que ahora era nada más el nombre ridículo que me dieron mis padres.
Vamos al dónde y al cómo, la parte jugosa, el detalle incriminador. Es un infierno que no me toca, es como algo que me contaron. Dice así: Juan y yo fuimos al río por el sendero que habíamos creado nosotros mismos, con nuestros encuentros. Pero ese día el silencio que antes era cómplice, estaba cargado de una estática terrible. Juan caminaba adelante, sin frenar ni una vez a mirarme. Tampoco les respondía a los pájaros con su silbido. Me castigué mentalmente por leer demasiado en detalles sin importancia, y troté un poco hasta alcanzarlo y abrazarlo por atrás. Caminamos juntos unos metros, pero enseguida es escapó con la excusa de inspeccionar unos hongos aburridísimos que crecían de un árbol. Cuando llegamos, se sentó de espaldas al río y me miró como si le estuviera tratando de vender algo. Sentate, quiero hablarte.
Y ahí lo dijo: se casaba con su prima, una gorda depresiva con olor a pirámide. Era lo mejor, pueblo chico infierno grande, además, el estaba probando cosas, el no era como yo. Antes que yo dijera nada, quería que supiera que papá no había tenido nada que ver en esto, era una decisión que el había tomado solo, porque le parecía lo mejor para todos. Y en unos años nos íbamos a encontrar y yo le iba a decir Juan, tenías razón, ahora puedo verlo. Y yo con una piedra en la mano lo escuche decir que había sido divertido, que la habíamos pasado bien, y de repente no lo escuchaba más porque el sonido del río aumentaba y aumentaba hasta tapar todo.
Después del golpe se quedó quieto unos segundos, pestañando muy seguido, empezó a mirar el piso como si buscara algo. La sangre le cubrió la cara con un color de mentira. Le pegué de nuevo en la cabeza y lo arrastré hasta la orilla. Puede ser que ya estuviera muerto cunado empecé a ahogarlo mientras lo estrangulaba. Habré estado diez minutos, no tengo idea.
Y ahora no me acuerdo porqué eran graciosas las caras que vas a poner cuando leas esto, Liz. El chiste se me escapa. Parece que estoy volviendo a ser mi nombre y nada más. El chiste ahora soy yo. ¿Quién quedó? El era el mundo para mí. No quedó nadie.
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