martes, junio 15, 2010

Ciertos aciertos

No me cuesta admitir ciertos aciertos en lo que ahora escribo. El primero: aquel acertado título, que anuncia aciertos, pero precedidos de la palabra “ciertos”, vocablo que cuestiona, modestamente, los mismos aciertos a los que alude. La tensión se plantea desde el principio, la sensibilidad y la audacia del autor son rescatadas por el lector y, ciertamente, por el éxito.

Lo segundo que encuentro destacable es como abre el primer párrafo, con una sangría sugerente, ambigua. Es a la vez el silencio que el título exige para ser asimilado y el redoble militar que anuncia la primera oración del texto, que es la mejor que he escrito en mi modesto esfuerzo como escritor. Las palabras, que acaso me justifican, confiesan como al pasar lo siguiente:

No me cuesta admitir ciertos aciertos en lo que ahora escribo”.

En una sola frase niego a Homero, a Cervantes, a De Quincey, a Hernández... Y ese castillo de naipes, esa vasta biblioteca que imagino con todos los libros posibles: La Literatura, cae porque yo elijo contar en un presente estricto, que sólo puede verse a sí mismo, negando todo otro tiempo posible. Por otra parte, al evidenciar ad initio la figura de un escritor detrás del texto, anulo el contrato tácito entre el escritor y el lector, para siempre.

La segunda oración es conciliadora. Para salvar a la literatura, esgrimo un último recurso: seguir escribiendo. Si la literatura realmente hubiera claudicado, razono, alguna fuerza me impedirá anotar esta segunda oración:

“El primero: aquel acertado título que anuncia aciertos, pero precedidos de la palabra “ciertos”, vocablo que cuestiona, modestamente, los mismos aciertos a los que alude.”

Un afluente vigoroso desborda el lecho en el que la literatura, moribunda, era ya un mero arroyo, poco más que un hilo de humedad atravesando el llano en dirección nornoroeste. El fluir de mi pluma ejemplar riega de sentido el mundo, limpia en su arrastre la confusión que se acumulaba a ambos lados del entendimiento y nutre con sedimentos fértiles de lucidez los brotes de verde inteligencia que luchan por ver la luz en las orillas. Si calificar de “acertado” al título “ciertos aciertos” ya me hubiera merecido la admiración de los catedráticos, yo voy aún más lejos, evidencio, y por ende perpetúo, la tensión que genera semejante encabezado, igualando al lector al mismísimo escritor, mostrándole la trama del hilo con el que tejo la trama de lo que está leyendo.

Cierro el primer párrafo de manera triunfal, cosechando los laureles que, con apenas un rótulo acertado y tres frases incisivas, merezco ya con creces:

“…la sensibilidad y la audacia del autor son rescatadas por el lector y, ciertamente, por el éxito.”

Además de una profunda y reflexiva autocrítica, que me descubre “sensible” y “audaz”, demuestro una gran visión a futuro, al vaticinar, casi con clarividencia, que el lector y el éxito rescatarán estas humildes palabras.

lunes, junio 07, 2010

El precio del amor

Un hombre se acerca a una cajera de un supermercado

Hombre: ¿Me podés decir el precio de esto?

Cajera: Cómo no, señor. (beep) Doce setenta.

Hombre: ¿No será mucho?

Cajera: ¿A usted cuánto le parece que vale?

Hombre: Ocho. Nueve como mucho.

Cajera: Bueno, usted pague nueve y yo pongo la diferencia de mi bolsillo.

Hombre: ¿Porqué?

Cajera: Porque usted me gusta.

Hombre: ¿En serio? ¿Qué te gusta de mí?

Cajera: Sus facciones claras, su mirada profunda pero tranquila, su manera distraída de perderse entre las góndolas… pero lo que más me gusta de usted es esa sonrisa huidiza que ahora mismo le ilumina el rostro. Podría vivir buscando nuevas y viejas maneras de robarle esa sonrisa.

Hombre: ¿Así que te gusto?

Cajera: Sí, la verdad que sí.

Hombre: ¿Y querés tomar algo después?

Cajera: No, gracias.

Hombre: ¿Cómo?

Cajera: Usted me resulta vomitivo.

Hombre (herido y confundido): ¿Qué? Pero dijiste…

Cajera: Era un mentira que pergeñé. Quería tentarlo para que comprara ese shampoo. Mi plan nunca fue pagarle la diferencia. Confiaba en que usted, halagado por mi engaño, no aceptara la oferta e insistiera, caballerosamente, en pagar el monto total.

Hombre: Ya veo. Que necio fui al pensar que yo podía gustarte. Vos sos tan linda.

Cajera: ¿Usted cree?

Hombre: Sí. Deben decírtelo todo el tiempo.

Cajera (sonrojándose): Bueno… a veces.

Hombre: No seas modesta, Teresa.

Cajera: ¿Cómo sabe mi nombre?

Hombre: Lo dice el cartelito que tenés en la teta.

Cajera (riendo): No diga teta, señor.

La cajera termina de reírse y por un breve instante se miran a los ojos en silencio. El hombre se da cuenta de que la ama.

Hombre (retrocediendo de espaldas, sobrecogido por la emoción): Bueno. Adiós.

Cajera: Espere, se olvida el shampoo.

Hombre: No, dejá. No lo voy a llevar.

Cajera: Mire que le cobro nueve y yo pongo la diferencia.

Hombre (confundido): Creí que eso era un complejo engaño. Que tu intención desde un principio era halagarme para que yo comprara…

Cajera (interrumpiendo): Era mentira.

Hombre: ¿Qué parte?

Cajera: Usted en realidad sí me gusta. Me gusta mucho. Y además, imagínese que yo no trabajo a comisión con el supermercado. Poco podría importarme que usted lleve o deje de llevar un shampoo.

Hombre: ¿Y ese plan que me decías antes?

Mujer: Lo dije por pudor. Cuando me invitó a tomar algo… me sentí vulnerable e inventé cualquier cosa. Lo siento, no quise mentirle. Si usted volviera a invitarme, no dudaría en responder que sí.

Hombre: ¿Querés pasar por casa cuando salgas de trabajar?

Cajera: Sí.

Hombre (sonriendo enormemente): ¡Qué feliz soy!

Cajera: Yo también. Verlo sonreír así...

Hombre: Voy a casa a preparar todo. Cobrame esto.

Cajera: ¿Lleva el shampoo solo?

Hombre: Sí

Cajera (beep): Nueve pesos.

Hombre: No. Doce con setenta. Pienso pagar el total.

Cajera: Usted es un caballero.