Mashkú kyaroru pateó unas piedritas que cayeron hasta el río sin tocar nunca la pared de la montaña. Pensó en lanzarse a si mismo también, de una patada en la espalda, pero enseguida descartó la idea porque después no habría nada.
Aunque nadie había por kilómetros y kilómetros, siguió fingiendo que su brazo izquierdo estaba paralizado. También cojeaba levemente. Pero ya no recordaba si esto era a causa de una herida verdadera o si era otra charada.
Pero había alguien, que lo miraba ahora con ojos tristes, ahora enojadísimos, mientras pelaba la corteza de la rama en la cual estaba sentado. Y Mashkú kyaroru hubiera temblado de miedo de haber sabido quien era este hombre que lo vigilaba desde las alturas.
Hacía días que Mashkú no miraba hacia arriba, ¡Semanas!. Y tampoco le llegaban los sonidos que hacía su observador al arrancar la corteza. Los tapaba el suave arrastre del rio, y el viento que se lleva todo.
Había un indicio de la presencia de alguien más, pero Mashkú kyaroru era demasíado estúpido e ignorante para notarlo. Se trataba de una colilla fresca de cigarrillo rubio. Estaba en perfectas condiciones a pesar de las recientes lluvias.
Y así pasaron unos años, uno pateando piedras, y el otro asechando arriba en el árbol. Y yo los miraba a ambos sin ser visto. A mis anchas entre las ramas y el aire. Esperando la confrontación.
Pero se hicieron viejos y nada ocurrió. Murieron el mismo día, con dos horas de diferencia el uno del otro. El ultimo en morir fue Mashkú kyaroru, y quedó en tal posición que sus ojos miraban la rama con el cadáver del otro. Pero ya no veían nada y se iban agrisando.