Los martes suben un poco la temperatura del infierno. Lo hacen para que no nos acostumbremos a una agonía constante. A mi se me ocurrió la idea del pulóver, que enseguida se popularizó como una especie de juego eterno.
Funciona con la misma lógica perversa que la de “la calefa”, como le decimos acá. Apenas sube la temperatura, a las 2 y 22 de los martes, nos ponemos tres o cuatro suéteres de lana gruesa. A medida que van pasando los días de la semana, nos los vamos sacando de a uno. Así logramos, al menos, la ilusión del alivio.
Pero hay que conocer el propio límite a la hora de abrigarse, no todo es diversión en la morada del Mal. Muchos de los oscuros espíritus que caminan sus pasillos de diamantes filosos, son almas corrompidas por el vicio y el abuso, y todas las semanas se escuchan historias de alguno que murió sofocado por ponerse nueve suéteres y una bufanda. Y no es chiste, porque el infierno, dicen, también tiene un infierno.
Cada cien años entra un nuevo condenado. El rito de iniciación es cruel y requiere la participación de todos. Cuando llegan, generalmente, empiezan a correr desesperados o intentan apagarse las llamas revolcándose por el suelo. Al rato se dan cuenta de que no hay fuego, y que la sensación no es la de arder sino la de tener infinito calor.
Cuando pueden escucharnos les damos nuestro sentido pésame por su reciente fallecimiento y les ofrecemos la bienvenida al infierno, donde “hacemos lo que podemos con lo que hay”. Comentamos, como al pasar, su mala suerte: morir un día en el que hace un calor tan descomunal.
Durante los días siguientes mantenemos el engaño. Comentamos el calor insoportable, siempre cuidándonos de que el nuevo esté cerca. Cuando nos pregunta, le decimos que no recordamos una temperatura ni cercana. Para agregar realismo, un alma muy vieja dice que hubo un día al principio de los tiempos que fue peor, que esto no es nada.
Llega el martes y a las 2 y 22 vuelven a subir la temperatura un poco. Es casi imposible resistir la tentación de mirarles la cara cuando nos ve ponernos el suéter, pero hacemos lo posible por no levantar sus sospechas. Nos limitamos a soltar, aliviados, frases como “Al fin una poquita de fresca” o “Si seguía así una hora más yo no se que hacía”.
jueves, junio 12, 2008
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