Unos pasos se acercan desde el desierto. A esos pasos les van creciendo lentamente botas de cuero, que se fabrican con el polvo que absorben en su caminar, como si la cercanía del andén le diera a la nada la forma de un hombre que carga en brazos una mujer muerta. Viene caminando por donde solía estar la vía, y en un momento tiene que moverse a un lado para dejar pasar un tren que sólo se escucha.
En el andén lo espera un hombre, cruzado de brazos para que no lo vean temblar. No teme morir, sino matar, sus hijos están entre la pequeña multitud que espera el duelo. Nota con horror que aún tiene el estetoscopio colgado del cuello. Se lo saca y lo esconde en el bolsillo; el que se acerca lo tomaría como un insulto. Alguien le tira un cuchillo a los pies, pero el cuchillo queda en el piso.
En el andén vacío, el viento empuja una lata sobre la plataforma y la deja balanceandose en el borde. A pocos metros, el hombre apoya a la mujer en un banco que ya no está y avanza hacia la otra punta, dejando a la mujer en el aire.
“Vos no la curaste”, sale el odio entre los dientes.
“¿Qué quería que hiciera? Yo no tengo los instrumentos”
“Levantá ese cuchillo”
Mientras el médico duda en silencio, una pareja joven entra al andén por el arco del centro. Ella tiene puesto el buzo de él, y van de la mano, hablando casi en susurros. Pasan entre los dos hombres enfrentados, él le dice algo al oído y ella ríe volcando la cabeza hacia atrás. Como respondiendo a la carcajada, un chico de doce años sale de entre los observadores, se agacha para levantar el cuchillo y ataca. El doctor no llega a detenerlo y el puñal del otro le entra al chico en el cuello.
La pareja llega a la punta del andén y ella patea la lata, que rebota un par de veces y se detiene cerca de donde se terminan las vías. El médico llora con la cara apoyada en la cabeza de su hijo, mientras intenta detener la sangre. “Estamos a mano”, dice el otro mientras camina de nuevo hacia el banco. Después la mujer se eleva y se va, flotando a paso de hombre, hacia el desierto.