Tocó a mi puerta un peatón, pero no le abrí enseguida,
primero lo espié por la ranura de las cartas con disimulo. El peatón se dio
cuenta, y mirándome a los ojos dijo “Hola, soy Gaspar, me mudé acá al lado y
pensé que tal vez podíamos ser amigos. Te traje un postrecito Sancor.” De la vergüenza
que me daba que me hubiera agarrado espiándolo, cerré el obturador de cartas
con ruidosa torpeza. Temí que lo tomara como un agravio y dije “Uy, qué portazo”,
y la situación recuperó así su anterior balance.
Aunque en realidad yo seguía
sospechando de él, después de todo ya se había hecho pasar por un peatón cuando
en realidad era un vecino. De cualquier forma lo hice pasar, y mis sospechas enseguida
se disiparon cuando reconocí el logotipo de Sancor. Era cierto, me había traído
un postrecito.
Manchita empezó a morderle los tobillos izquierdos
juguetonamente. Manchita es mi tío político, que vive con nosotros desde que mi
tía (que también trabaja en la gobernación) lo echó de la casa por comerse sus
pantuflas. Gaspar lo encontró amoroso, y le dio unos cigarrillos que mi tío fumó
con fruición acostado entre dos de los pies de mi nuevo amigo.
La conversación fue
del todo banal, pero a medida que pasaban los minutos fui intuyendo la
verdadera trama de esa visita inesperada. Comprendí que estaba en peligro, y
que cada segundo que durara nuestra entrevista el riesgo de muerte era mayor.
En un momento se llevó una mano al bolsillo del saco y supe que era mi fin.
Pero qué tonto fui al volver a dudar de Gaspar, porque del bolsillo no extrajo
un arma, sino otro postrecito Sancor, que me entregó amablemente. Traje tres
cucharas y lo compartimos. A Gaspar le parecía adorable ver como mi tío comía
el postrecito con la cuchara. Le sacó una foto con su celular.